Verano del 89, con los ojos putrefactos de hoy
Por Rodrigo Pérez, integrante del Taller de escritura para principiantes, impartido por el historiador y politólogo Máximo Quitral durante agosto pasado.
Siempre sentí una fascinación hipnótica por el canal “Los Coihues”, lugar prohibido por mi vieja, ya sea por su torrente, su insalubridad o porque se bañaban los de “La San Andrés”.
Mi casa daba directo al pasaje que nos conectaba con “La San Andrés”. Cincuenta metros medidos con huincha nos adentraba en la población vecina, cincuenta metros que, medidos con la huincha del arribismo de pueblos chico e ignorante, se transformaban en kilómetros de segregación.
A fines de los ochenta, un signo de progreso te lo otorgaba un teléfono fijo, un VHS, un Atari 800XL y la codiciada radio doble cassette que nunca llegó. La vida en provincia estaba marcada por otros ritmos, comenzaba tibiamente la transición a la democracia, de la cual vagamente algo entendía y a meses de iniciar mi enseñanza media.
Si hay algo que destacar de “La San Andrés” era su cancha, espacio baldío que nació disparejo en tierra y piedras. Sufrió su primera gran intervención arquitectónica en su perímetro, con una hermosa obra de enmarcación de neumáticos, para convertirse en un lugar de pichangas, que dio rienda suelta a clásicos interpoblaciones, esguinces varios y peleas a piedrazo limpio.
En una de las casas esquina que daba a la cancha, su antejardín se transformó en la zona predilecta, de cuanta pelota perdida. El dilema no era decidir quién haría la gestión de recuperar el esférico, sino el resultado de dicha misión.
En una de las casas esquina que daba a la cancha, su antejardín se transformó en la zona predilecta, de cuanta pelota perdida. El dilema no era decidir quién haría la gestión de recuperar el esférico, sino el resultado de dicha misión.
La señora Hermestina tenía fama de malas pulga y rara vez devolvía la de cuero, bordeaba los sesenta años, de vozarrón estruendoso, cuerpo voluminoso que hacía juego con su vestido azul estilo túnica y un par de alpargatas a mal traer. Era la matriarca de una numerosa familia disfuncional de a lo menos, quince personas, entre hijos, nietos, los mismos nietos que llegaban con sus retoños, todos apretujados en una casa de piso de tierra, mitad sólida y mitad ampliación de cholguán con fonola. Entre toda esta fauna, destacaban dos pequeños infantes de siete y cuatro años.
Se hizo común que los pequeños jugaran con las pozas de agua que se formaban cuando mi vieja regaba. El menor era todo un encanto, el “Pepo” como le llamaba su abuela. El “Pepo” se ganó el cariño de todos en el pasaje, era un imán de afecto, pero de un afecto dudoso ante mis ojos putrefactos de hoy. Para ejemplificar ese cariño que despertaba, lo definiría como idéntico al que despiertan los perros en su etapa de cachorros, ¿Quién no se resiste a un cachorro? El Pepo era el cachoro, pero su hermano de siete ya no tenía esa magia perruna y yo aseguraría que se daba cuenta de su encanto venido a menos.
El de siete, para mayor desgracia tenía desarrollado un severo caso de estrabismo. Ese pequeñito problema a la larga desconcentraba a cualquiera ¡Pa donde cresta está mirando este culiao! De ahí le pusimos “El Cáchame el Ojo”, porque no importa la edad, el sobrenombre va igual. Además, era el mandoniao por su abuela a cuidar a su hermano y pobre de él, si algo le llegará a pasar al “Pepo”, porque el charchazo iba directo pa él.
Los sábados de cazuela
El sábado en mi casa era de cazuela, enmarcado por una previa de carácter doméstico, mi hermana con enceradora en mano, y a grito pelado canturreaba el hombre que yo amo de la Myriam. Mi viejo emperifollando su cacharro, yo viendo monitos animados entre el 13 y TVN, que eran las únicas señales llegaban. El reloj marcaba un cuarto para la una, fui a comprar medio kilo de pan y una coca cola de litro. Últimos ajustes antes de “cazuelear”, su picada fina de cilantro por parte de mi viejo y todos a la mesa.
No alcancé a llegar ni a la papa, cuando desgarradores gritos de la matriarca traspasaron hasta la cocina —Pepo, Pepo— miramos por la ventana. Afuera en el pasaje la Doña caminando de prisa y agitada, en dirección al canal, junto al pendejo sin nombre un par de metros adelante. No se requería ser adivino para entender lo que estaba sucediendo. En modo autómata corrí al canal. Junto unos vecinos corrimos por la pirca, siguiendo el curso del agua, pero nada…
Internamente no quería encontrarlo, me iba a recagar de miedo, pero en caso de lo contrario, no queda otra que apechugar. Logramos recorrer un kilómetro, quizás un poco más, pero sin resultado alguno. Internamente mi miedo aliviado, pero mi conciencia un desastre, una mierda de persona, una mierda los deshielos.
La radio se quedó encendida el resto de la tarde. A las dieciocho horas, se escucha: menor de 4 años fue encontrado sin vida, por personal de bomberos de Bardas Blancas, en la zona de Ranquil.
La cancha se vistió de flores y el vozarrón fue reemplazado por un llanto sobrecogedor.