Un recuerdo del 11

Un recuerdo del 11

Este relato busca ser un granito de arena a la playa de la memoria del día 11 de septiembre 1973.

1. El Golpe

Tenía 30 años, era administrador público y trabajaba en INACAP, el Instituto Nacional de Capacitación. Era parte del grupo que capacitaba a interventores de cordones industriales en Santiago.

La mañana del 11 se subió a su Fiat 600 celeste con rumbo a la sede CUT en el centro de Santiago. Iba atrasado. Había regresado del extranjero hace un mes, donde estudió para dar apoyo industrial a través de la CUT. Debía regresar a continuar con dos años más de estudios, así que estaba de paso en Chile.

Su auto no tenía radio y él iba medio dormido. En el camino vio banderas chilenas colgadas de los balcones y se preguntó ¿por qué el apuro? si faltaba una semana para el dieciocho. Al llegar a la sede CUT dio dos vueltas a la manzana buscando estacionamiento. En una esquina se acercó Carlos, compañero de trabajo:

– “Huevón, hay Golpe. Detuvieron a todos los que estaban adentro y también a los que van llegando. Vámonos”. Se subió rápido al auto y tomaron rumbo a la oficina.

La oficina era la sede Tomás Moro del Inacap, muy cerca de la casa del Presidente Allende. En el trayecto se cruzaron con tanques y tanquetas. Iban en silencio, fumando, tomándole el pulso a la mañana, sin información. Al llegar divisaron desde la calle, sin bajar del auto, el amplio estacionamiento. Había dos camiones del Ejército donde los soldados subían a la gente a gritos y punta de culatas. Un par de soplones indicaban, índice en alto, a los hombres y mujeres que eran metidos a los vehículos. Decidieron irse.

Carlos propuso ir a una de las fábricas amigas, en el Cordón Industrial de Vicuña Mackenna: ahí encontrarían más compañeros y podrían resistir, y sobre todo informarse. Lamentó no haber instalado la radio que tenía comprada para el auto. Se dio cuenta que no tenían plan de contingencia, estaban improvisando. No tenía instrucciones de partido, nada útil para actuar. Su partido era pequeño y ese día se evidenció la falta de pragmatismo y exceso de discurso. Al llegar a la fábrica buscaron al compañero al que todos llamaban Barnabás, y le preguntaron si había armas o instrucciones. En realidad, si le hubieran dado un arma no habría sabido usarla y probablemente habría hecho el ridículo. Estaban mal preparados, eso era definitivo. Barnabás, detrás de una barba negra y espesa les explicó muy amable que no era necesario repartir armas ni encender los ánimos de los compañeros, porque confiaban que existía una facción leal dentro del Ejército y que “la situación” se iba a resolver tan rápido como con el tanquetazo. Así que esperaron. Eran alrededor de 200 hombres y mujeres, y no había armas más que para algunos trabajadores de partidos más grandes que el suyo. La radio les fue informando y las noticias no eran buenas. Supieron de la muerte del Presidente y la rendición de la Moneda. Una mezcla de tristeza, sorpresa y profundo abatimiento llenó todo. El silencio se tocaba, solo roto por el roce de los fósforos al encenderse. El humo de los cigarros flotando en el aire. Algunos lloraron, un llanto mudo y desolado. Algunos gritaron consignas a favor y en recuerdo del compañero Presidente.

       2. La fábrica, la huida y los días siguientes

La tarde fue larga. Esa noche descansaron en los galpones y comieron conservas de la despensa del casino. Había suficientes cigarros y no hacía frío.  La mayoría no durmió. A la mañana siguiente, el hombre de la barba negra tuvo que admitir que el Golpe era exitoso y que no tenía sentido quedarse: afuera estaba rodeado de soldados   armados que pronto los iban a detener a todos. Se escuchaban balazos cada cierto tiempo. Unos pocos trabajadores armados custodiaban la fábrica desde portones y techos. A pesar de no tener comunicación con el exterior sospechaban que el Cordón estaba cayendo como un dominó. Era evidente que faltaba organización y coordinación y que lo razonable era buscar un sitio donde protegerse. En lo inmediato, tenían que salir en grupos pequeños y dirigirse a casas de seguridad. Los dirigentes, que en todo momento mantuvieron la calma y daban discursos alentadores, los organizaron en un lento proceso, por medio de papelitos con un número escrito a lápiz pasta (el orden para salir) y otro con la dirección donde dirigirse, escrita con grafito a trazo suave, para poder borrarla de ser necesario.

Cuando llegó su turno le indicaron salir solo, con la dirección escondida en un calcetín.  Su casa de seguridad era en Villa Olímpica y debía arreglárselas para llegar como pudiera. El trayecto lo hizo caminando, pegado a paredes, atravesando patios, arriba de techos también.  En un departamento pequeño de persianas a medio cerrar lo recibió una pareja de comunistas, de los cuales no supo nombres, solo chapa. Se alojó 4 días en su sofá. Lo trataron bien y compartieron con él sus escasos alimentos y cigarros. Se disculparon por no tener ducha caliente ni café. Supo que momentos después de salir de la fábrica los soldados la allanaron. No todos habían alcanzado a salir.

Consideró regresar a casa. No había tenido comunicación con su familia ni con compañeros. Se despidió de los comunistas, agradecido, pero sin muchas palabras y fue a su casa en micro, era muy lejos para caminar.  Ya podría recoger su auto después. Se duchó y afeitó y de inmediato se presentó en el trabajo. Notó que faltaba mucha gente. Los escritorios vacíos daban un aspecto de abandono y los pasos retumbaban en el suelo. Afuera había vehículos con soldados armados y cerca, en la bombardeada casa de la familia Allende, custodia militar permanente. Nadie le preguntó dónde se había metido esos días. Le comunicaron de forma escueta que estaba indefinidamente suspendido de sus funciones, pero no lo despidieron, como él esperaba. Hablaba cada vez menos. Todo era muy difícil de asimilar.

Durante varios días no supo qué hacer, estaba acostumbrado a trabajar.  Intentó averiguar el paradero de sus compañeros de partido; supo que los dirigentes ya estaban fuera de Chile. Al terminar la suspensión y regresar a su oficina lo habían trasladado hacia otro departamento donde no pudiera “hacer política”, lo que no dejaba de ser gracioso, porque una de las razones para no despedirlo fue que nunca había hecho política en el trabajo, como le aseguró su jefe directo al interventor militar que ahora estaba a cargo y que se encerraba en su oficina todo el día a hacer quién sabe qué, fumar y tomar café.

3. El miedo

Todos en la oficina parecían recelosos, excepto un par de idiotas –nunca faltan, me explica– abiertamente contentos con la presencia de los milicos en la oficina. Varios de sus compañeros de trabajo estuvieron detenidos largo tiempo o simplemente nunca regresaron. Muchos habían sido detenidos el mismo once, cuando los vio subir a los vehículos militares. Algunos regresaron al trabajo semanas o meses después, en calidad de mudos estropajos, dañados física y anímicamente. Un colega muy querido se suicidó poco tiempo después de ser liberado. Empezaron a circular en voz baja historias de torturas a amigos y conocidos. Las historias que se colaban por los pasillos eran tan grotescas que le costaba creerlas y solo se susurraban entre amigos de confianza.

Le daba terror la arbitrariedad con que los podían detener. A veces, por orden del interventor, revisaban las oficinas en busca de armas, como si alguien se fuera a atrever a esconderlas delante de su nariz. Los soldados daban vuelta todo, abrían los conductos de ventilación y los cardex y gritaban como dementes mientras registraban. Otras veces algún compañero de trabajo lo observaba demasiado, ¿sería un soplón? Lo siguieron en el trayecto a casa varias veces. La arbitrariedad, eso le asustaba más que cualquier otra cosa.

Al regresar al trabajo le contaron cómo fueron los primeros días en la oficina luego del Golpe. Habían aparecido esa misma mañana -nadie sabe de dónde- dos listas escritas a máquina con los nombres de los y las trabajadores agrupados por su opción política. Una lista con los buenos, otra con los malos, es decir, los upelientos. La lista perdedora fue subida casi completa a los vehículos que vio en el estacionamiento la mañana del Golpe. Algunos de esa lista estaban, como él, fuera del recinto esa mañana, apoyando en terreno a interventores, dirigentes sociales, sindicatos. Nunca supo si él estaba en la lista, pero cree que sí, porque muchos de sus amigos aparecían en ella.

Algunos días eran, entre comillas, normales. Otros eran oscuros. Una mañana le citó a su oficina el interventor militar. Le dijo que tomara asiento. Sacó del cajón una pistola y se la mostró. Le dijo que la tomara. Se negó. Le ordenó que identificara el tipo de arma, su calibre, alcance, etc. Él le respondió, con la mayor tranquilidad posible, que no tenía idea. El militar se rio, lo miró fijamente y le dijo que se dejara de huevadas, que a eso fue al país comunista ese, a aprender de armas. No se levantó de la silla hasta que el militar lo autorizó. Se miraron largamente en silencio, como midiendo al otro. Cagué, pensó él. Pero no ocurrió nada, el soldado solo quería joder y que él “supiera que ellos sabían”. Mensajes como ese le llegaban de variadas formas: efectivamente sabían de sus familiares, su rutina, trayectos, su historia, sus proyectos.

Decidió irse. Con un apresurado plan llegó a la embajada de Dinamarca. Al fin y al cabo, donde había estudiado lo estaban esperando. Pero no fue capaz de dejar a su madre. En esos primeros meses muchos pensaban que el exilio era sinónimo de nunca más volver. Tres meses después de cancelar el plan de la embajada, cinco soldados lo tomaron detenido en su casa a medianoche. Cinco para uno. Le robaron muchas cosas y rompieron otras tantas. Lo llevaban a Villa Grimaldi, pero a mitad de camino hubo contraorden (simulacro de fusilamiento incluido) y terminó en regimiento Tacna, acusado de querer fabricar una bomba casera con materiales que tenía para instalar un timbre en su casa (Caso acreditado en Comisión Valech I). En el ingreso quedó registrado como “prisionero de alta peligrosidad”, al parecer los cables y elementos para el timbre lo elevaban a ese nivel.

Al salir, en invierno del 74 lo despidieron por fin, sin compensación de ningún tipo. Ese día echaron a uno de los soplones también.
– Mira cómo son las cosas, ¡nos vamos juntos!
– No huevón, nos vamos al mismo tiempo, pero juntos, ni cagando.

   4. La vida después.

Empezó la cesantía y nació su primera hija: tres años sobreviviendo con distintas actividades mal remuneradas y que no dominaba. Fueron tiempos duros. A un hombre le duele no poder proveer a su familia. Encontrar trabajo no era fácil por sus antecedentes, pero igual buscaba. Lo seguían, rondaban su casa de noche, inmunes al toque de queda y sin patente, registraban su auto. Finalmente encontró trabajo gracias a la suerte, una corbata prestada y una entrevista en inglés que los demás postulantes no pudieron sortear. En cuanto se presentó la oportunidad, en la década del 80, dejó Santiago y sus recuerdos opacos. Quería llevar a sus hijos lejos de los lugares que lo volvían silencioso, retraído y triste.

Dice que es un hombre con suerte. Si la mañana del once hubiera salido temprano, estacionado fácil y entrado puntualmente a la CUT, o si hubiera estado en su oficina, tal vez otra historia se contaría. Las personas que fueron detenidas esa mañana desde el trabajo, desde el Cordón, desde sus casas, no eran distintas a él en nada.

Qué suerte tengo”, dice con una sonrisa de dientes grandes y enciende un cigarro.

Valeria Salinero, socióloga.

Relacionados