Olor a gas
Por Pablo Padilla Rubio, escritor.
El episodio del olor a gas en Santiago del 2 de septiembre podría haber sido una perfecta metáfora del estado del país. Un inminente y obvio desastre masivo, mencionado apenas por las autoridades, tapado y enviado al basurero de las noticias. Podría haber sido una excelente metáfora, pero ya es muy tarde para tanta poesía. Hay que decir que la metáfora cumple el rol de mostrar una realidad aludiendo a otra. Y es evidente que por lo menos desde octubre de 2019, en Chile las cosas están bastante claras, y ya no se trata de que algo tenga pésimo aroma: la podredumbre evidente se esparce desde palacios, cuarteles, empresas y ministerios. Y habiendo asumido eso, la población, el pueblo, simplemente despertó.
Despertó algo asfixiado, como despertamos los santiaguinos esa madrugada de septiembre. Pidiendo al mismo tiempo, aire fresco, explicaciones y responsabilidades. Nada de eso ha llegado. Pero más allá de las figuras literarias, hay que admitir primero varias cosas que por obvias a veces no se ven. Primero, el centralismo hace que la pestilencia metropolitana tenga más visibilidad que otras emanaciones anteriores y más permanentes que el siniestro vaho santiaguino. Pienso en Taltal y sus plantas de cerdos. Pienso en Quintero y su desastre permanente. Pienso en Tiltil, auténtico sumidero de toda clase de desechos de la Región Metropolitana. En el desastre que dejan a sus paso las mineras, las plantas de salmones, los enormes predios forestales. La “nube tóxica” de Santiago muestra también como incluso el pánico atmosférico nocturno es desigual, porque vale más cuando lo sufrimos desde la Capital que cuando sucede en regiones y provincias lejos del eje Alameda-Providencia-Las Condes.
¿De dónde emanan entonces los efluvios de la descomposición de Chile? El tema da para larguísimos párrafos que, de momento, no pretendo presentar en este texto. Porque, más allá de lo ambiental (y recayendo en la metáfora), el listado de las cosas que huelen mal es largo y denso. Con emisiones tóxicas que brotan desde las instituciones, ya sean del Estado, del Gobierno y, por supuesto, desde la Oposición, hay que decirlo. Una espesa neblina que intenta borrar los acontecimientos.
¿De dónde emanan entonces los efluvios de la descomposición de Chile? El tema da para larguísimos párrafos que, de momento, no pretendo presentar en este texto. Porque, más allá de lo ambiental (y recayendo en la metáfora), el listado de las cosas que huelen mal es largo y denso. Con emisiones tóxicas que brotan desde las instituciones, ya sean del Estado, del Gobierno y, por supuesto, desde la Oposición, hay que decirlo. Una espesa neblina que intenta borrar los acontecimientos.
Es humo, mezclado con gases lacrimógenos, emisiones de efecto invernadero y la vieja política en estado de putrefacción, ya son parte del paisaje. Despejar el aire para poder respirar en paz es una urgencia medioambiental, psicopolítica e incluso biológica. Hace meses Chile despertó medio asfixiado, pidiendo aire y luz para seguir viviendo. Un país aburrido de esta bruma institucional que esconde todo entre la oscuridad para seguir parasitando a la población.
Un país que ya no aguanta. Parte del paisaje son, por supuesto, unos cuantos cadáveres políticos que se levantaron de sus blanqueados sepulcros para ofrecer sus pestilencias como si fuesen mercadería nueva. Desde la ultraderecha hasta la ex Concerta, estos zombies mal maquillados reaparecen desde las pantallas, los diarios y los reportajes de internet. Un hedor que huele a años 90, que huele al litio corrupto de Soquimich, a las pescadas fétidas de Corpesca, a los billetes malnacidos del caso Penta.
Un olor a compinches del consenso anuncia los nombres de estos resucitados que nos ofertan sus lindas caras para las contiendas electorales que se vienen. Y quién sabe si, más allá de simbolismos y semánticas, el olor a gas de hace unos días no era más que el anuncio de estos cadáveres de la política que vuelven desde su elegante Más Allá a intentar revivir sus viejos éxitos de antaño, apenas un gas venenoso que ya no queremos respirar más.