Mi Padre Mateo Humberto
Por: Pedro Galdames Faúndez
* Integrante del Taller de Escritura, impartido por el historiador y politólogo Max Quitral.
Si bien a mi padre nunca le gusto su nombre, a su primer hijo le puso Mateo Humberto. Mi padre Humberto, era un artesano en cuero y gran parte de su vida la dedicó a hacer cinturones con una variedad de modelos y brillantes hebillas. Los más cotizados según él, eran los cinturones tubulares por la calidad de sus materiales y sus finas terminaciones.
Nunca olvidaré la imagen de mi padre, muy formal de terno y corbata, con sombrero, zapatos impecablemente lustrados y finos bigotes al estilo Jorge Negrete. Siempre muy coqueto, preocupado de cuidar su imagen, ocultando en lo posible su incipiente calvicie, pero en su escaso pelo jamás vi una cana.
Aún tengo presente el recuerdo del padre responsable y afectuoso. Después de la temprana muerte de mi madre, los cinco hermanos, quedamos al cuidado de mi abuela y tías, durante siete años en Melipilla. En ese tiempo, nunca nos dejó de visitar sagradamente todos los fines de semana. Los viernes en la tarde era el ansiado día en que esperábamos su regreso desde Santiago. Siempre llegaba con algún modesto regalo, como las bolitas de cristal, donde mis favoritas eran las “ojitos de gato” y las infaltables estampas de álbumes de la época. Se me vienen a la memoria especialmente, las del Campeonato Mundial del 62.
El domingo en la tarde era momento de lágrimas y gran tristeza cuando, con alguna excusa, como la de ir a comprar cigarrillos, desaparecía por largos cinco días.
Los fines de semana que compartíamos en Melipilla, sentía al papá cómplice y protector, que de alguna manera nos liberaba de todas las exigencias y disciplina de mi abuela y tías. Recuerdo una travesía inolvidable cuando un día sábado salimos a cazar conejos a las afueras del pueblo, buscando en cuevas y escondrijos entre pastizales y zarzamoras, en las cercanías de Santa Rosa de Chocalán. Si bien la cacería fue todo un fracaso, al menos logramos divisar a más de algún conejo o liebre corriendo a la distancia. Pero ese día la suerte nos acompañaba, ya que al regreso mi padre divisó a un hombre con una cuelga de esos animales y se las ingenió para comprarle al menos dos y volvimos a casa como exitosos cazadores, guardando ante mis tías, ese juramentado secreto.
Otro recuerdo fue un viaje único con mi padre y mis cuatro hermanos desde Melipilla a Constitución. Toda una odisea. Salimos en una micro a las cinco de la mañana para poder conectar en la Estación Central con un tren a Talca que partía a la ocho y, finalmente, poder alcanzar el último tren que nos llevaría desde Talca a nuestro destino final, Constitución. Todo un largo y agobiante día de viaje, en un interminable tren con locomotora a carbón y altos asientos con respaldos de madera, que se desplazaba lentamente por una extensa línea de trocha angosta. En ese balneario viví una intensa semana, me bañé largamente a orillas del mar y disfruté en los cerros de Calabocillos, Infiernillo y la Piedra de la Iglesia. Hoy pienso que ese viaje fue casi como haber ido al viejo mundo y tema de conversación por largo tiempo, con mis compañeros de colegio.
Un lector incansable
Si bien mi papá sólo estudió enseñanza básica, era un lector incansable de novelas del Oeste, que muchas veces me encargaba cambiarlas en locales de libros y revistas, donde por unas monedas me entregaban otro ejemplar similar. Recuerdo que él detestaba las novelas escritas por Marcial Lafuente Estefanía, un popular escritor español, que en sus novelas no dejaba sorpresa y tan sólo en una página, sin motivo alguno, mataba a unos cuantos de sus enemigos.
En nuestra relación jamás nos tuteamos y recuerdo que fueron muy escasos los besos que le di en la mejilla. Tal vez, por un prejuicio de la época, los besos entre hombres no correspondían.
Llegada la dictadura, tuvimos nuestro primer y quizás único desencuentro, él apoyando el golpe militar y yo que lo rechazaba, como un joven universitario de izquierda. Ese impasse duró unos pocos y larguísimos años. Lo mejor era evitar conversar sobre el tema. Aún no olvido el momento cuando a principios de los ochenta, mi padre me confidenció muy para callado, que se había dado cuenta que Pinochet efectivamente, era un dictador.
Llegada la dictadura, tuvimos nuestro primer y quizás único desencuentro, él apoyando el golpe militar y yo que lo rechazaba, como un joven universitario de izquierda. Ese impasse duró unos pocos y larguísimos años. Lo mejor era evitar conversar sobre el tema. Aún no olvido el momento cuando a principios de los ochenta, mi padre me confidenció muy para callado, que se había dado cuenta que Pinochet efectivamente, era un dictador.
Al término de sus días, agobiado por un enfisema pulmonar, adquirido en compañía de miles de cigarrillos consumidos, cada vez se le hizo más difícil caminar e ir a su trabajo. Solo dejó de hacerlo cuatro días antes de su muerte, cuando su cuerpo se rindió y le prohibió seguir el paso de una vida intensa, muchas veces agotadora y rutinaria. Mi padre Mateo Humberto, se durmió eternamente, un martes 21 de noviembre de 1989.
1 Comentario
Excelente y conmovedora columna. Felicitaciones al autor.
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