
Democracia, guerra y tiranía (Parte II)
Por Reed Rosas
Pues bien, estuvimos en guerra. Así, al menos, lo declaró a través de los medios de comunicación el Presidente de la República, Jefe de Estado y, consecuentemente, superior jerárquico de las Fuerzas Armadas y de Orden y Seguridad. Pero ¿estábamos realmente en una guerra en el sentido tradicional de la palabra? Al menos, la máxima autoridad del país lo estuvo. Fue una declaración que Piñera hizo, ya no desde su sillón presidencial, sino que desde lo que parecía ser el cuartel de general de un Estado Mayor en el contexto de cualquier clase de conflicto armado convencional y franqueado, nada más ni nada menos, que por la mirada amenazante del Ministro de Defensa de la época, Alberto Espina, y el entonces Jefe de la Defensa Nacional para la Región Metropolitana, el general Javier Iturriaga, quien -sin perjuicio de sus declaraciones ulteriores- parecía estar especialmente vestido para la ocasión, exhibiendo su uniforme de campaña.
Y las formas, en este tipo de contexto, importan y generan realidad, sobre todo cuando provienen del Presidente de un país particularmente presidencialista. Por otro lado, no nos engañemos; no se trató de un lapsus o de una nueva Piñericosa, sino que la declaración estuvo acompañada por acciones militares concretas, toda vez que, durante esa misma alocución, el Presidente de la República anunció: “Frente a esta situación, el general Iturriaga, que está a cargo de este Estado de Emergencia, ha podido disponer de 9.500 hombres para resguardar la paz, la tranquilidad y sus derechos, sus libertades”.
En otras palabras, el Jefe de Estado, es decir, el único que -según la Constitución de Jaime Guzmán- puede declarar la guerra, asumiendo la carga política y psicológica inmanente del término, anunció oficialmente el inicio de las hostilidades en contra de un supuesto enemigo poderoso, personificado por Piñera en aquel manifestante que no protesta conforme a los estándares del Estado de Derecho autoritario concebido por el régimen de Pinochet, es decir, el delincuente. Un Estado que, por cierto, no sólo restringió hasta el absurdo el derecho a la participación ciudadana efectiva -incluyendo el legítimo derecho a manifestarse públicamente sin autorización previa por parte del Poder Ejecutivo- sino que, además, sólo ese 21 de octubre se había cobrado la vida de cinco de los ciudadanos a los que estaba obligado a proteger.
Hubo en los hechos, entonces, una guerra declarada por el Jefe de Estado en contra de la ciudadanía movilizada. En ese sentido, habría que analizar bajo qué elementos materiales se sustentó dicha declaración y si la conducción de las hostilidades se llevó a cabo bajo los principios básicos del Derecho Internacional Humanitario.
Hubo en los hechos, entonces, una guerra declarada por el Jefe de Estado en contra de la ciudadanía movilizada. En ese sentido, habría que analizar bajo qué elementos materiales se sustentó dicha declaración y si la conducción de las hostilidades se llevó a cabo bajo los principios básicos del Derecho Internacional Humanitario; cuestión fundamental que podría arrojar luces sobre la responsabilidad política -y eventualmente criminal- de Piñera respecto a las consecuencias materiales de su retórica discursiva belicosa.
La tradición de la Guerra Justa y el Derecho Internacional Humanitario nos indican que, por un lado, no cualquier hecho o fundamento es aceptable para justificar el uso de la fuerza militar y que, por otro, hay medios y blancos absolutamente vedados en un enfrentamiento armado. Se trata del Ius ad bellum y el Ius in bello, respectivamente. Más allá de sus concepciones históricas o sociológicas (que escapan a los fines de estas reflexiones), ambos conceptos se encuentran regulados en diversos instrumentos internacionales, entre los que se encuentran la Carta de las Naciones Unidas y los Convenios de Ginebra.
Sin embargo, como quedó de manifiesto el 21 de octubre de 2019, Piñera hizo caso omiso al Derecho Internacional Humanitario para ejercer la violencia militar en contra de las chilenas y chilenos. No hubo, por ejemplo, procedimiento alguno ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas con el objeto de que este organismo se pronunciara sobre el asunto. Es más, el estado de excepción constitucional vigente hasta ese momento (estado de emergencia) ni siquiera se correspondía con aquél que se debió haber decretado bajo el presupuesto fáctico de una guerra interna (estado de sitio), por lo que tal declaración no sólo transgredió el Derecho Internacional, sino que además la Constitución Política de la República.
Por otro lado, tampoco queda claro si la declaración de guerra se sustentó en ciertos principios fundamentales reconocidos por la doctrina y la jurisprudencia internacional sobre la materia.
Si bien Piñera podría haber ostentado una autoridad formal legítima para declarar la guerra, no existió, en cambio, una intención realmente recta o justa para ello, pues mal podría calificarse de justa una ofensiva militar destinada reprimir movilizaciones sociales generalizadas en contra de un cierto modelo de sociedad.
La doctrina internacional -influida por la tradición de la Guerra Justa- exige, entre otros, los siguientes requisitos materiales para que el uso de la fuerza, por parte de un Estado, sea legítima: causa o intención justa, autoridad legítima, proporcionalidad y última ratio. A mi juicio, si bien Piñera podría haber ostentado una autoridad formal legítima para declarar la guerra, no existió, en cambio, una intención realmente recta o justa para ello, pues mal podría calificarse de justa una ofensiva militar destinada reprimir movilizaciones sociales generalizadas en contra de un cierto modelo de sociedad y -como quedó demostrado en el transcurso de los días- en contra del propio Presidente de la República.
Es verdad que existió violencia en la revuelta; sin embargo, esa violencia estaba lejos de constituir una violencia militar organizada y generalizada. No hubo uso masivo de armas de fuego por parte de la ciudadanía ni tampoco hubo un control de algún segmento relevante del territorio nacional por parte de grupos insurgentes. No, simplemente hubo protesta; una cuestión de orden público según la jurisprudencia reiterada de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Si hubo protesta y no una insurgencia armada, tampoco hubo, por tanto, proporcionalidad tras la declaración de guerra en la que se anunciaron nuevos contingentes militares armados en las calles; y menos aún última ratio o uso de la violencia militar como último recurso. Al contrario, lo primero que hizo el gobierno durante la noche del 18 de octubre de 2019 fue utilizar a las Fuerzas Armadas para reprimir la protesta; limitándose a formalizar la guerra tres días después.
Pareciera, por tanto, que Sebastián Piñera, en pleno siglo XXI, hizo suya la máxima de Von Clausewitz, en el sentido de que la guerra es un instrumento político, una forma de gestionar la respuesta política por otros medios. Piñera hizo la guerra porque así lo estimó conveniente y oportuno. No respetó ni la normativa internacional ni la normativa interna ni, muchos menos, los principios básicos de la tradición centenaria de la Guerra Justa. O, parafraseándolo: no respetó a nada ni a nadie.
Pareciera, por tanto, que Sebastián Piñera, en pleno siglo XXI, hizo suya la máxima de Von Clausewitz, en el sentido de que la guerra es un instrumento político, una forma de gestionar la respuesta política por otros medios. Piñera hizo la guerra porque así lo estimó conveniente y oportuno. No respetó ni la normativa internacional ni la normativa interna ni, muchos menos, los principios básicos de la tradición centenaria de la Guerra Justa. O, parafraseándolo: no respetó a nada ni a nadie.
Aclarado lo anterior, resulta fundamental discurrir sobre el Ius in bello o la manera en que el Jefe de Estado condujo las hostilidades en contra de la ciudadanía. Y aquí entra en juego la violencia de otra institución militar, pero de carácter permanente, en la democracia autoritaria chilena: Carabineros de Chile.
Son, por lo menos, cuatro los informes internacionales de organizaciones serias y con autoridad sobre la materia (muchas veces citadas por el propio gobierno para referirse a regímenes extranjeros, como Cuba o Venezuela) que han señalado que, a partir del 18 de octubre de 2019, hubo en Chile graves y reiteradas violaciones a los derechos fundamentales de la población. En efecto, Human Rights Watch, Amnistía Internacional, las Naciones Unidas y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos coinciden en la existencia de múltiples atropellos a los derechos humanos durante ese período. Por ejemplo, la ONU sostuvo en su informe que “hay razones fundadas para sostener que, a partir del 18 de octubre, se han producido un elevado número de violaciones graves a los derechos humanos. Estas violaciones incluyen el uso excesivo o innecesario de la fuerza que resultaron en la privación arbitraria de la vida y en lesiones, la tortura y malos tratos, la violencia sexual y las detenciones arbitrarias. Estas violaciones se cometieron en todo el país, pero su gran mayoría ocurrió en la Región Metropolitana y en contextos urbanos.”
Amnistía Internacional, por su parte, precisó que “las violaciones de derechos humanos y crímenes de derecho internacional cometidos por agentes de las fuerzas de seguridad no son hechos aislados o esporádicos, sino que responden a un patrón consistente en el tipo de violaciones y en el modus operandi llevado a cabo a lo largo de todo el país, principalmente por parte de Carabineros. El grado de coordinación requerido para sostener la represión violenta de las protestas durante más de un mes conduce razonablemente a pensar en la responsabilidad del mando al más alto nivel, sea porque ordenó o toleró la represión”.
Piñera no sólo se abstuvo de modificar sustancialmente la institución ni le solicitó oportunamente la renuncia a quien fuera su General Director durante el Estallido Social, Mario Rozas, sino que, al contrario, fue capaz de sostener que la policía uniformada es “la primera línea en la defensa de nuestras libertades y nuestra paz, es la primera línea en la defensa de nuestras vidas y nuestra integridad física, es la primera línea en la defensa del orden público y la seguridad ciudadana, y es también la primera línea en la defensa de nuestra democracia y de nuestro Estado de Derecho”.
Eso fue en diciembre de 2019. Un año después, luego de un sinnúmero de estudios adicionales que ratificaron de manera categórica el actuar criminal generalizado por parte de Carabineros durante la revuelta, Piñera no sólo se abstuvo de modificar sustancialmente la institución ni le solicitó oportunamente la renuncia a quien fuera su General Director durante el Estallido Social, Mario Rozas, sino que, al contrario, fue capaz de sostener que la policía uniformada es “la primera línea en la defensa de nuestras libertades y nuestra paz, es la primera línea en la defensa de nuestras vidas y nuestra integridad física, es la primera línea en la defensa del orden público y la seguridad ciudadana, y es también la primera línea en la defensa de nuestra democracia y de nuestro Estado de Derecho” ; a pesar de los múltiples antecedentes que la sindican, por ejemplo, como la principal responsable de las lesiones oculares sufridas por cientos de manifestantes durante el acotado período de tiempo en el que se enmarcaron las jornadas de protesta del año 2019.
Y no sólo eso, sino que Sebastián Piñera –con menos de un 7% de aprobación- ha insistido reiteradamente en transformar a Chile en un Estado Policial de carácter abiertamente totalitario, mediante proyectos de ley que buscan asegurar la impunidad de Carabineros en contextos bastante amplios. Basta citar el Boletín Nº 13124-07 de la iniciativa presidencial -actualmente en tramitación- que persigue, entre otros aspectos, eximir de responsabilidad penal al agente del Estado que, por ejemplo, “hiciere uso de sus armas en contra del preso o detenido que huya y no obedezca a las intimaciones de detenerse”. En otras palabras, se trata de una maniobra manifiesta del tirano tendiente a validar jurídicamente una práctica institucionalizada durante la dictadura cívico militar -destinada al exterminio de la oposición política- al alero de la denominada “ley de fuga”, en episodios como la Caravana de la Muerte o las jornadas de protesta de los años ochenta.
En definitiva, estimo que Piñera es un tirano porque no sólo ha hecho un uso bastante indebido de las instituciones autoritarias concebidas durante la dictadura, sino que -en cierto modo- las ha exasperado y ha validado, tanto a nivel fáctico como discursivo, un actuar de las Fuerzas Armadas y Carabineros que ha implicado graves, sistemáticas y masivas violaciones a los derechos humanos, en orden a reprimir o impedir la legítima movilización social.
En definitiva, estimo que Piñera es un tirano porque no sólo ha hecho un uso bastante indebido de las instituciones autoritarias concebidas durante la dictadura, sino que -en cierto modo- las ha exasperado y ha validado, tanto a nivel fáctico como discursivo, un actuar de las Fuerzas Armadas y Carabineros que ha implicado graves, sistemáticas y masivas violaciones a los derechos humanos, en orden a reprimir o impedir la legítima movilización social. Y no contento con ello, mientras escribo estas palabras, Piñera continúa su cruzada de desinformación destinada a entregarle más recursos, cuotas de poder y un grado de impunidad inaceptable, conforme a los estándares internacionales sobre la materia, a la policía uniformada; una institución que, dicho sea de paso, se encuentra actualmente investigada por un fraude al Estado que asciende aproximadamente a los treinta y cinco mil millones de pesos.
Quien abusa de su poder; quien no respeta el Derecho Internacional Humanitario ni el Derecho Internacional de los Derechos Humanos; quien ni siquiera respeta una Constitución de por sí bastante autoritaria; quien le declara la guerra a un sector amplio de la ciudadanía a la que está obligado a proteger, con el objeto de frenar o dar término a sus legítimas demandas sociales; y, finalmente, quien busca no sólo otorgar más recursos y potestades, sino que asegurar la impunidad de una institución sindicada internacionalmente como la principal responsable de las peores violaciones a los derechos humanos perpetradas en Chile durante los últimos treinta años, no es otra cosa que un tirano.
¿Qué puede hacer la ciudadanía frente a un tirano que ha abusado de su poder y ha sido el principal responsable por graves y masivas violaciones a los derechos humanos? ¿Nos encontramos frente a una indefensión absoluta ante la formalidad y la rigidez institucional del período presidencial? ¿Acaso la legitimidad de un mandatario se asienta exclusivamente en la obtención del poder por la vía electoral, sin tomar en consideración sus actuaciones ulteriores?
No me parece que sea necesario parafrasear a Marx o a Bakunin para hallar una respuesta a dichas interrogantes, sino que basta con remitirse a lo que señala, en su preámbulo, la propia Declaración Universal de Derechos Humanos, que considera “esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”.