Democracia, guerra y tiranía (Parte I)

Democracia, guerra y tiranía (Parte I)

Por Reed Rosas

Vivimos en una tiranía y el tirano no es otro que Sebastián Piñera Echenique. A la manera Ernesto Sábato, en El túnel, voy a dejar de lado inmediatamente el suspenso sobre la identidad del criminal -en un sentido político de la palabra y sin perjuicio de lo que pueda determinar la justicia penal con posterioridad- que, en este caso, corresponde nada menos que al Presidente de la República en ejercicio.

Piñera es un dictador, un autócrata, un déspota, un tirano o como se le prefiera denominar a aquella persona que, ostentando una gran concentración de poder, hace uso y abuso del mismo. Por un lado, para mantenerse a toda costa en el cargo, favorecerse a sí mismo y favorecer a su núcleo cercano y, por otro, para reprimir el derecho a la libertad de expresión y el derecho a la manifestación social a través del uso indiscriminado de la fuerza y la subsecuente violación masiva a los derechos humanos. Recordemos que las tiranías y los tiranos pueden surgir mediante la toma violenta e ilegítima del poder, como fueron los casos de Augusto Pinochet o Francisco Franco, o bien pueden surgir del propio seno de la democracia burguesa, como quedó de manifiesto en Alemania el 30 de enero de 1933.

¿Estoy acaso afirmando que, además de tirano, Sebastián Piñera es responsable de las violaciones masivas y sistemáticas a los derechos humanos en Chile? En parte sí y en parte no: afirmo que Sebastián Piñera es un tirano principalmente por ser el gran responsable de las violaciones masivas a los derechos humanos ocurridas en Chile a partir del 18 de octubre de 2019.

La historia nunca es cómoda para el poder -menos aún, para el tirano-, sobre todo cuando es de ocurrencia reciente y la reflexión sobre los acontecimientos pueden poner en aprieto y salpicar a sus protagonistas mientras éstos se aún mantienen a resguardo bajo el caparazón del poder; poder autoritario que ya no se manifiesta a través de medidas burdas  -adoptadas tradicionalmente por los militares, que se caracterizan por ser bastante incompetentes en cuanto a creatividad, reflexión y sutileza- como cerrar el Congreso, bombardear la casa de gobierno o arrojar personas al océano adosadas a rieles, adjudicándole al mar el triste oficio de enterrador. Hoy, en cambio, todo es más sutil: repito, no es que el Presidente de la República pueda, por ejemplo, disolver el congreso o pueda nombrar a dedo a sus compinches para que redacten leyes a su medida.

Basta con que el Poder Ejecutivo pueda determinar cuándo y cuánto tiempo tardará en discutirse un determinado proyecto de ley; basta con valerse de una Constitución ilegítima para convertirse en una especie de rey absoluto y erigirse no sólo como Jefe de Estado y Jefe de Gobierno.

No, basta con que el Poder Ejecutivo pueda determinar cuándo y cuánto tiempo tardará en discutirse un determinado proyecto de ley; basta con valerse de una Constitución ilegítima para convertirse en una especie de rey absoluto y erigirse no sólo como Jefe de Estado y Jefe de Gobierno, sino que, además, como principal legislador, limitando al Congreso -organismo democrático por excelencia en una democracia representativa- a ser un mero buzón de las propuestas del Presidente; basta que al tirano no le agrade una determinada ley para entorpecer su promulgación, a través de un mecanismo abiertamente autoritario como el veto presidencial; basta con la intervención directa e impúdica en el Poder Judicial mediante el nombramiento arbitrario, como miembros de los tribunales superiores de justicia, a ciertos abogados elegidos con pinzas por el Presidente, convirtiéndolos ipso facto en jueces temporales del más alto rango sin haber pasado un sólo día por la Academia Judicial y con la atribución para resolver asuntos litigiosos en los que, muchas veces, tiene interés directo el propio gobierno o en las que el propio Presidente de la República pueda figurar como imputado. Recordemos, por ejemplo, el reciente fallo de la Corte Suprema en el marco de la incautación de los correos electrónicos al Ministerio de Salud, en que los votos dirimentes a favor de la tesis del imputado Piñera fueron otorgados por abogados integrantes. O, en definitiva, basta con poder nombrar a ministros integrantes del Tribunal Constitucional, que no es otra cosa que una verdadera tercera cámara parlamentaria -como bien lo reconoció María Luisa Brahm, actual Presidenta del Tribunal Constitucional y ex asesora de Sebastían Piñera-, para obstaculizar toda norma que pueda ir en contra de los principios sacrosantos que defiende aquel sector minoritario ultraconservador que reúne la mayor parte de la riqueza del país; mientras la gran mayoría vive endeudada, explotada y con sueldos miserables. Sector minoritario al que, por cierto, pertenece el trader Piñera.

El Trader Piñera

Pero, volviendo a la historia, ¿qué tiene de especial el señor Sebastián Piñera frente a sus predecesores en estos últimos treinta años? ¿Acaso Aylwin, Frei, Lagos o Bachelet no utilizaron el veto presidencial; acaso desistieron de nombrar abogados afines en los tribunales superiores de justicia y el Tribunal Constitucional o le dieron urgencia a proyectos de ley que no fueran de su agrado? La pregunta es evidentemente retórica pues todos, desde el regreso a la democracia, se han valido de las mismas instituciones autoritarias erigidas en la Constitución Política de 1980.

No obstante, esto es sólo un rasgo de lo que estimo es una democracia autoritaria o dictadura soterrada; una característica compartida por muchísimas autodenominadas democracias presidencialistas a las que, sin embargo, difícilmente podría calificar de tiranías sin banalizar ni vaciar de contenido a la palabra. Más bien podría afirmar que el rasgo compartido entre Piñera y sus predecesores es el autoritarismo mediante el cual la élite cocina, a puertas cerradas, leyes afines a los grandes grupos económicos.

Actualmente nuestra democracia pareciera estar destinada a proteger ciertas esferas de poder oligárquico, mediante la dominación y la acumulación de riqueza como forma de gobierno, sazonado con la ilusión de participación y la delegación del poder soberano y popular mediante el voto.

Actualmente nuestra democracia pareciera estar destinada a proteger ciertas esferas de poder oligárquico, mediante la dominación y la acumulación de riqueza como forma de gobierno, sazonado con la ilusión de participación y la delegación del poder soberano y popular mediante el voto. Ilusión que parece razonable si miramos comparativamente otras formas de gobierno, incluso teocráticas, que rigen hoy en el mundo.

El problema radica en que, incluso aceptando el autoritarismo intrínseco que -a mi juicio- conlleva toda forma de poder o dominación, los aspectos propiamente democráticos, como la libertad de expresión o el ejercicio del derecho a sufragio, se han visto en franco retroceso frente al poder de los leones del capitalismo financiero, quienes han instalado en el poder de manera ilegítima -mediante actos groseros de corrupción- a esbirros que cruzan todo el espectro político. Y saben defenderse sin pudor: cuando fueron descubiertos, se limitaron a utilizar arbitrariamente una institucionalidad a la medida para asegurar su impunidad, como se hizo, por ejemplo, durante el segundo gobierno de la expresidenta Michelle Bachelet con la intervención arbitraria del Servicio de Impuestos Internos.

El actual gobierno, si bien ha mantenido las prácticas autoritarias de sus predecesores, ha integrado a la ecuación un elemento adicional con el que indefectiblemente se forja toda tiranía, y que lo diferencia del autoritarismo democrático al que estábamos acostumbrados los últimos treinta años: el componente criminal y psicológico que implican las violaciones masivas y sistemáticas a los derechos humanos; en otras palabras: el terrorismo de Estado.

¿Quiero decir con ello que desconozco graves episodios de violaciones a los derechos humanos cometidos durante los gobiernos anteriores? ¿Paso por alto, acaso, el ajusticiamiento a sangre fría de Marco Ariel Antonioletti, militante del Movimiento Juvenil Lautaro, por agentes del Estado durante el gobierno de Patricio Aylwin? ¿Me olvido de la concomitancia de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, junto a toda la Concertación, para asegurar la impunidad del dictador responsable de las más graves violaciones a los derechos humanos perpetradas en nuestro país cuando estuvo detenido en Londres mientras, al mismo tiempo, se construía una cárcel VIP para Manuel Contreras? ¿No fue durante el gobierno del socialista Ricardo Lagos Escobar cuando se intentó amarrar la impunidad con la que miembros de Carabineros asesinaron al joven mapuche Álex Lemún? Y, finalmente, ¿hago caso omiso al hecho de que el mayor intento de montaje policial y judicial a gran escala en contra de dirigentes mapuche, conocido como Operación Huracán, se gestara desde las más altas esferas del gobierno de Michelle Bachelet? La respuesta es: no, en lo absoluto.

Resulta evidente que un régimen con esas características no podría considerarse como genuinamente democrático, por más que el oligopolio de los medios de comunicación de masa, controlados por el poder económico financiero, nos intenten convencer.

Cada uno de estos mandatarios no fueron más que fieles representantes de un Estado autoritario constituido por élites que han gobernado a través de la dominación, el miedo y el uso ilimitado de recursos para ejercer, de manera privativa y excluyente, la violencia policial. Resulta evidente que un régimen con esas características no podría considerarse como genuinamente democrático, por más que el oligopolio de los medios de comunicación de masa, controlados por el poder económico financiero, nos intenten convencer. Por ejemplo, de que somos un Oasis dentro de Latinoamérica o que, en contraposición a lo que ocurre en otras regiones del mundo, acá las instituciones funcionan. Y puede que funcionen, pero falta aclarar para qué y para quiénes funcionan.

Ahora bien, lo que a mi juicio diferencia claramente a Piñera del resto -e incluso de sí mismo respecto a su primer gobierno- y lo hace descender aún más en sus pergaminos democráticos, es lo que ocurrió a partir del 18 de octubre de 2019 y que se formalizó mediante la declaración histórica que le hizo al país el 21 de octubre de ese mismo año: “Estamos en guerra” (sin perjuicio de que algunos puedan considerar -y tiendo a estar de acuerdo con ellos- que el Estado de Chile se ha comportado como una tiranía permanente con el pueblo mapuche desde la campaña militar de asesinato, saqueo y subyugación llevada a cabo por Cornelio Saavedra a fines del siglo XIX y denominada desvergonzadamente en los textos escolares oficiales como Pacificación de la Araucanía).

*Próximamente, la segunda parte de DEMOCRACIA, GUERRA Y TIRANÍA

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