
Fotógrafo: Héctor Aravena / Periódico Fortín Mapocho
Chao Jaime Guzmán
Por Reed Rosas
Casi diez días han pasado desde el plebiscito en que Chile terminó decidiendo, por amplísima mayoría (cercana al 80%), que sí, que estábamos hartos de la Constitución abiertamente autoritaria e ilegítima de Pinochet. Nunca falta Pinochet; ese grandísimo hijo de puta siempre termina siendo mencionado en algún comentario o debate político de cierta relevancia en este país. Cómo nos jodiste la vida, viejo nauseabundo. Por eso creo que una de las postales más bellas de las celebraciones del pasado 25 de octubre fue la quema, en medio de la Plaza Dignidad, de una gigantografía del dictador adosado a la Constitución malparida de Jaime Guzmán y la Comisión Ortúzar.
Odios aparte, me parece que el momento histórico que como generación tuvimos la fortuna de vivir no ha sido dimensionado en su justa medida. Se habla de un hecho histórico, sí. Pero poco o nada se dice de latrascendencia histórica de ese hecho.
Más se ha comentado sobre los números: la arrolladora victoria; la enorme participación ciudadana que convocó el plebiscito en comparación con las últimas elecciones; la demostración estadística de quiénes son los que buscan proteger sus privilegios a toda costa (e, incluso, dónde viven); etc. Pero poco análisis he visto en los medios de comunicación (aunque, bueno, no es mucho lo que se le pueda pedir al oligopolio mediático lleno hasta las masas de periodistas zorrones de la Universidad de Los Andes que con suerte han leído novelas de Dan Brown) respecto al fondo: el 25 de octubre el pueblo de Chile, de manera libre y soberana, ejerció el poder constituyente – que siempre le ha pertenecido – de una manera nunca antes vista en la historia nacional (y poquísimas veces vista en la historia universal: asumiendo la responsabilidad de redactar una nueva Constitución mediante una Asamblea Constituyente, que no es otra cosa que un organismo colegiado – una especie de Parlamento temporal – elegido directa e íntegramente por la ciudadanía.
Soberanía Popular, esa cuestión que se suele enseñar en las facultades de ciencias sociales y que en esta angosta faja de tierra sólo se conocía desde la teoría, hasta ahora. Cómo olvidar, por ejemplo, aquellas lejanas clases de derecho constitucional en las que Pablo Ruiz-Tagle (actual Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile) nos daba la lata sobre el ejercicio de la Soberanía Popular y el Poder Constituyente; conceptos que yo prefiero fundir en uno ya utilizado en otra época más genuina que esta y que conlleva una carga histórica innegable: el Poder Popular. Y me refiero al Poder Popular que ejercían, por ejemplo, los Cordones Industriales a principio de los 70′. Ahí es donde reside el poder y ni la más brutal de las dictaduras totalitarias va a poder arrebatárselo al pueblo en su conjunto. Con suerte podría maquillarse o tergiversarse, como intentaron hacer aquellos profesores de derecho de la Pontificia Universidad Católica para el plebiscito fraudulento de 1980, según acredita Ruiz-Tagle en su libro (que aún conservo pero cuyo nombre olvidé).
Asambleas constituyentes han existido ocasionalmente en la historia universal, aunque no de manera tan frecuente pues se trata, como ya esbocé, de una de las mayores manifestaciones de Poder Popular; cuestión que nunca ha sido muy del gusto del imperio de turno.
Asambleas constituyentes han existido ocasionalmente en la historia universal, aunque no de manera tan frecuente pues se trata, como ya esbocé, de una de las mayores manifestaciones de Poder Popular; cuestión que nunca ha sido muy del gusto del imperio de turno. Pero, ojo, acá estamos frente una Asamblea Constituyente con una innovación democrática única en la historia de la humanidad: su conformación debe respetar el principio de paridad de género, que no es otra cosa que asegurar que la próxima Constitución va a ser redactada, sí o sí, por hombres y mujeres en cantidades iguales. Mitad y mitad; como el sentido común exige. Y espero se avance en escaños reservados para gente con discapacidad y Pueblos Originarios.
Si bien me niego a creer en la democracia burguesa – que, así como está configurada en la actualidad, poco se asemeja a una democracia real – como un fin, me parece que la liberación última del ser humano, necesariamente debe pasar por esa transición. Prefiero la democracia burguesa liberal a la dictadura del proletariado… y a cualquier tipo de dictadura, la verdad. Sin embargo, no puede ser esa la meta final. Soy un convencido de que eventualmente seremos libres cuando trabajadores, estudiantes, jubilados, empresarios, policías, presos y la comunidad en su conjunto, en un estricto plano de igualdad entre hombres y mujeres, respeto por la diversidad y la libertad del otro, nos despojemos de las cadenas de la explotación capitalista y del autoritarismo estatal colectivizando las industrias, bienes de producción, tierras y, tras ello, alcancemos el desarrollo físico y espiritual sin otro límite que el bienestar del prójimo y del medioambiente.
Es inoficioso hacer presente que carezco de la fórmula perfecta para lograr ese objetivo. Pero eso no significa que no pueda tener clara la meta. Teniendo esa claridad, la forma de alcanzarla tiene que ser coherente con lo que se busca. No creo que la liberación del ser humano se pueda obtener por medios autoritarios. Es ahí donde me distancio irremediablemente del marxismo y la historia, creo, me ha dado la razón. No, no estoy pasando por alto el proyecto de Allende. Al contrario, creo que por muy marxista que se autodefiniera, Salvador Allende no era un marxista convencido (u ortodoxo según un lenguaje que más acomoda a los propios marxistas). Se trataba, en cambio, de un demócrata a ultranza y, a mi juicio, un anarquista camuflado. Es más, como él se encargaba de recordar cada vez que podía, su primera formación política se forjó en el anarquismo bajo las enseñanzas de un viejo carpintero (momento que podría verse perfectamente reflejado en el capítulo “Sobre pobres y circos” de la novela de Ernesto Sabato, Abbadón el exterminador, en el que, con la maestría que lo caracterizaba, Sabato describe los fundamentos básicos del lanarquismo a través del diálogo entre un niño y un viejo analfabeto dueño de un quiosco).
Allende y Pinochet, el eterno retorno, incluso cuando hablo de anarquismo. Sin embargo, en país tan irrelevante y provinciano como Chile, es casi imposible sustraerse de aquellas figuras. Por otro lado, no le veo mayor problema. En un mundo que cada vez se asemeja más a una distopía, mantener viva la memoria y el debate histórico se torna en obligación primaria; cualquier descuido en ese sentido le permitiría a la Policía del Pensamiento (que hoy en día no son sino las redes sociales) horadar la verdad, suprimiendo la historia a través de las omnipresentes fake news.
Es verdad, el proceso recién comienza y hay mucho trabajo por delante. Soy un convencido que la meta final debe ser la subversión del ser humano respecto a toda forma de autoritarismo y dominación. De igual manera creo que esa meta no se puede alcanzar de manera desordenada y acelerada; debe ser un proceso profundamente ordenado y democrático. De lo contrario nos podemos reencontrar con el consabido totalitarismo.
En definitiva, espero que mediante esta Asamblea Constituyente aseguremos derechos básicos – sobre todo los soslayados derechos económicos, sociales y culturales – para todas y todos, sin ninguna clase de distinción arbitraria que nos impida tener una vida digna. Se pueden y se deben profundizar los mecanismos democráticos directos de participación, que no se limiten a un mero ejercicio del derecho a sufragio cada cierto período para elegir determinadas autoridades políticas, sino que nos permitan participar directamente en las decisiones fundamentales que nos afectan. A mi juicio, aquellos mecanismos son los que van a permitir una real descentralización; igualdad de género; respeto y reconocimiento a los Pueblos Originarios; mayor preservación de la flora y la fauna; fortalecimiento de la educación pública integral no neoliberal y muchas otras metas que, en principio podrían parecer tan lejanas, pero que, si son pensadas detenidamente, resultan claramente realizables en el corto plazo. Y son esos pequeños grandes logros los que nos pueden llevar a una mutación mayor: la transformación cultural necesaria para nuestra liberación última.
Por ahora, sin embargo, solo puedo decir: chao Jaime Guzmán.